jueves, 17 de abril de 2014

Aquí reproducimos un artículo muy interesante y clarificador de  Juan Carlos Monedero (h) sobre la teoría evolucionista

La teoría evolucionista
y la creación del hombre


Análisis del conocido fragmento 29
de la encíclica Humani Generis de Pío XII

Por Juan Carlos Monedero (h)
Bachiller en Filosofía (UNSTA)
07.04.2014

Quienes hayan pasado algún tiempo por las carreras de Filosofía y Teología en las universidades o profesorados católicos podrán fácilmente advertir lo siguiente: no son pocos los que sostienen una posible compatibilidad entre la doctrina de la Iglesia y alguna forma –quizá atenuada– de evolución. Tal opinión circula en las cátedras pero también en ciertas conferencias, textos y artículos en torno al tema de la creación del hombre. Escucharemos hablar de evolucionismo católico, cristiano, teísta, moderado, etc. Si “rascamos” un poco más, veremos que todos aquellos que la defienden se remontan –invariablemente– a un documento del Papa Pío XII: la encíclica Humani Generis, 1950. ¿Qué hay de ésto?
Lo que escuchamos sobre el tema probablemente nos confunda. Sobre todo, porque por lo general todo contacto que tenemos con posturas evolucionistas está signado por la crítica de la fe católica, el desprecio del relato del Génesis y la pretendida ridiculización de la verdades elementales de nuestra religión. En fin, una conciliación entre estas dos posiciones resulta, a primera vista, imposible. De ahí que nos veamos obligados a hacer varias preguntas, en este orden: desde la más osada a la más sutil.

– ¿La Iglesia acepta la doctrina de la evolución?
– ¿La Iglesia cree en la evolución del cuerpo del hombre?
– ¿La Iglesia no condena la afirmación de que el cuerpo del hombre –no su alma– evoluciona?
– ¿La Iglesia acepta la posibilidad de una evolución del cuerpo del hombre, guiada por Dios?

Análisis

Abramos la precitada Humani Generis, año 1950, párrafo 29 y disipemos las dudas:

el Magisterio de la Iglesia no prohíbe el que —según el estado actual de las ciencias y la teología— en las investigaciones y disputas, entre los hombres más competentes de entrambos campos, sea objeto de estudio la doctrina del evolucionismo, en cuanto busca el origen del cuerpo humano en una materia viva preexistente —pero la fe católica manda defender que las almas son creadas inmediatamente por Dios—.

            Es importante señalar varias cosas. En primer lugar, es evidente que esta “no prohibición” de estudiar la doctrina del evolucionismo guarda relación con la situación de las ciencias y la teología en ese momento. Es decir, está relacionada con algo mutable como es el perfeccionamiento del conocimiento, tanto científico-experimental como teológico. Entre guiones (—según el estado actual de las ciencias y la teología—) aparece un modificador de modalidad: manifiesta el grado de adhesión del hablante con lo que dice, siendo evidente que no se trata de una adhesión incondicional. Por lo tanto, el progreso de estas disciplinas podría modificar esta permisión. No se puede descuidar el factor tiempo ya que han pasado 64 años.
El Papa, pues, deja “abierta la puerta” al estudio. Pío XII permite la actividad intelectual sobre un tema; no está afirmando algo sobre ese tema. Simplemente, deja manos libres a la investigación, condicionada por ciertos requisitos; pero tal permisión –y aquí está la clave– está vinculada al grado de conocimiento propio de la época en que se publicó esta encíclica. Por lo tanto, ¡la permisión no guarda relación respecto de una eventual compatibilidad entre evolucionismo y fe!
Si leemos con atención, advertiremos que el Papa –en el fragmento que venimos comentando– no está afirmando conceptualmente nada. Se trata de una decisión prudencial, no de un juicio teorético.
            Sigamos leyendo:

Mas todo ello ha de hacerse de manera que las razones de una y otra opinión —es decir la defensora y la contraria al evolucionismo— sean examinadas y juzgadas seria, moderada y templadamente; y con tal que todos se muestren dispuestos a someterse al juicio de la Iglesia, a quien Cristo confirió el encargo de interpretar auténticamente las Sagradas Escrituras y defender los dogmas de la fe.

Todos –así lo esperamos– somos fieles al juicio de la Iglesia; al juicio de su palabra magisterial. Palabra magisterial que –muy importante– constituye expresión oficial, que no es lo mismo que palabra pública: todo lo magisterial es público pero no todo lo público es magisterial.
El texto continúa y leemos:

Pero algunos traspasan esta libertad de discusión, obrando como si el origen del cuerpo humano de una materia viva preexistente fuese ya absolutamente cierto y demostrado por los datos e indicios hasta el presente hallados y por los raciocinios en ellos fundados; y ello, como si nada hubiese en las fuentes de la revelación que exija la máxima moderación y cautela en esta materia.

Aquí termina el punto 29. Véase la cautela y la precisión con que Pío XII escribía estas líneas. Puede inferirse de este fragmento que –ya en 1950– muchos hablaban de la teoría de la evolución como si el tema estuviese “ya cocinado”, perfectamente demostrado, pretendiendo situar a la Iglesia en una postura en la que si no “se acomodaba” a los arrolladores descubrimientos científicos, quedaría condenada al anacronismo e ignorancia. Sin embargo, tal cosa no había sucedido ni en 1950 ni tampoco ahora: el origen del cuerpo humano a partir de un ser vivo anterior no está demostrado. Habiendo transcurrido 64 años de esta encíclica, podemos decir con plena seguridad intelectual que ni el evolucionismo ni la evolución del cuerpo humano se han confirmado. Más aún: ambas posiciones enfrentan una catarata de nuevas críticas y argumentos, a la par que las objeciones ya existentes se ven reforzadas[1].

Posible obstáculo

No obstante, alguien podría decir:

– Bueno, pero en concreto, ¿por qué Pío XII no dijo claramente que tampoco el cuerpo del hombre podía surgir por evolución? ¿Por qué la Iglesia no condenó sin más el evolucionismo?

Una conciencia profunda de la Iglesia –su esencia en tanto Madre y Maestra– es el camino para entender este punto. Sólo así puede interpretarse correctamente el fragmento 29 de la Humani Generis. Veamos en qué consiste la autoridad de la Iglesia y la naturaleza de sus enseñanzas.
Es evidente que la potestad de la Iglesia para pronunciarse sobre temas lindantes con la ciencia es distinta a la que tiene en cuestiones estrictamente teológicas y/o morales. Las realidades visibles son abordadas por métodos tales como la experimentación y la observación, mientras que el alma humana –por ser espiritual– se encuentra más allá de estas herramientas y sólo indirectamente puede registrarse su influencia y actividad.
El investigador Rafael A. Martínez –cuyo trabajo puede verse en Internet[2]– habla de “prudencia” por parte de las autoridades de la Iglesia en relación al evolucionismo. Esta prudencia encuentra justificación en una profunda conciencia de la extensión y límites de su autoridad doctrinaria. En efecto, el poder de la Iglesia tiene por objeto confirmar verdades de fe y de moral. Este poder no es ni debe entenderse como una ventaja competitiva sobre otros campos del conocimiento –como si pudiese seguir descubriendo nuevas verdades, confirmándolas con sucesivas definiciones– sino de una autoridad para definir algo que ya se cree, algo que ya se está creyendo. Eso que ya es creído, en determinado momento la Iglesia lo declara como perteneciente a la fe (sea mediante una declaración infalible o no).
Estrictamente hablando, la Iglesia no “agrega” nada. Señala una verdad ya conocida como parte de la fe, cuya adhesión comienza a poseer carácter vinculante a partir del momento en que es expresamente definida[3].
A juicio de Martínez, la Iglesia habría querido evitar un nuevo “caso Galileo”[4]. Por esta razón, no ha condenado formal y explícitamente el evolucionismo[5]. En materia científica, la Iglesia no tiene ni la responsabilidad ni la facultad de enseñar y mucho menos de definir. Cristo no le dio autoridad para consagrar ni rechazar paradigmas o conclusiones científicas sino para transmitir las verdades que salvan. Por lo tanto, sólo ha enseñado que el alma humana es creada inmediatamente por Dios, no siendo producto de evolución alguna.
Pero podría agregarse otra observación más, estrechamente vinculada a lo que hemos dicho recién. Ya en 1950, muchísima gente –experta o no– entendía por “evolucionismo” una serie de afirmaciones de orden científico entremezcladas con una toma de posición ideológica (el “cristal con que se miran” aquéllas) de neto corte cientificista y ateo. Por supuesto que ciencia e ideología son cosas diferentes pero –es innegable– en la mente de muchas personas esta distinción no siempre es nítida.
Es de justicia decir que no era nítida, principalmente, porque los evolucionistas pusieron y ponen todo el empeño posible para que no lo sea: han presentado sistemáticamente hechos verdaderos y observables, fundidos con interpretaciones naturalistas. Sin embargo, nos guste o no, el dato puro y duro está ahí: por “evolución” y “evolucionismo” muchas personas entendían una serie de afirmaciones científicas ligadas a una concepción atea y cientificista.
Teniendo presente: a) la naturaleza de la autoridad doctrinaria de la Iglesia; y b) el estado de confusión entre el plano científico y el ideológico, generado por la propaganda evolucionista, se comprende que el Papa Pío XII no condenase el evolucionismo. Evitó pronunciarse en torno a planos que se hallaban –y se hallan hoy día– entremezclados. En la Humani Generis el Papa enseña “blanco sobre negro”, corta por lo sano y dice una verdad sobre algo que escapa al método científico experimental: el alma humana.

El fragmento 29 de la Humani Generis presenta pues, dos elementos. Se observa, por un lado, un juicio intelectual-teorético. Por otro, una decisión prudencial ligada a ciertos requisitos.

1)    El juicio intelectual-teorético es: la fe católica manda defender que las almas son creadas inmediatamente por Dios. Pío XII no estaba diciendo que la “evolución” del cuerpo humano había tenido lugar. Entre otras cosas, porque en este fragmento no estaba diciendo nada en relación a la doctrina del evolucionismo sino que solamente estaba afirmando algo en relación al alma humana.
2)    La decisión prudencial fue permitir el estudio de una doctrina. Esta no prohibición es una decisión de la voluntad y no un juicio conceptual-teórico, aunque –por supuesto– tal permisión se explique por razones. Pero en cuanto tal, Pío XII no se pronuncia sobre la compatibilidad o no. No hay en el párrafo una afirmación relativa a la realidad sino una permisión prudencial según ciertos requisitos:

a)     que tal permisión esté condicionada al estado “actual” de las disciplinas (ciencia y teología), es decir, a la situación del año 1950. Es decir, que esta misma “no prohibición” estaba lejos de ser absoluta. Se encuentra ligada a una primera condición;
b)    que quede salvado que el alma humana es creada inmediatamente por Dios;
c)     que se examinen ambas posturas (“la favorable y la contraria al evolucionismo”) de manera “seria, moderada y templada”;
d)    que todos se sometan –en cuanto a la interpretación de la fe se refiere– al juicio de la Iglesia;
e)     que no se traspase esta libertad señalada en los puntos a), b), c) y d) como si la evolución del cuerpo “ya estuviese demostrada”.

Conclusión

Por lo tanto, la negativa de Pío XII a expedirse en este punto no puede leerse como 1) una aceptación de la doctrina de la evolución; 2) una aprobación de la evolución del cuerpo humano; 3) una ausencia de condena para quienes afirmen la evolución del cuerpo humano; 4) una aceptación de la posibilidad de cierta evolución del cuerpo. Ninguna de las cuatro preguntas que nos hicimos al principio se puede responder afirmativamente. No, al menos, desde el fragmento 29 de la Humani Generis. Pretenderlo comporta un sequitur absolutamente inadmisible.
Es evidente que si la misma Iglesia no define, no nos arrogaremos semejante facultad. Sin embargo, ausencia de definición no significa ausencia de verdad. Por este resquicio hemos entrado, siempre dispuestos a corregir lo que sea necesario. Se trata de un tema muy importante puesto que, como enseña Santo Tomás,

los errores acerca de las creaturas nos apartan de la verdad de la fe, puesto que se oponen al conocimiento de Dios[6].

            Esperamos que estas líneas contribuyan a una apreciación más justa y equilibrada de la polémica en torno a una eventual compatibilidad entre la fe católica y la teoría de la “evolución”.




[1] Citamos algunas obras:
* Juicio a Darwin, Phillip E. Johnson. La obra puede verse en:
http://www.apologeticacatolica.org/Descargas/Proceso%20a%20Darwin%20-%20Phillip%20E.%20Johnson.pdf. Cabe aclarar que Johnson no descarta un proceso evolutivo guiado por Dios (pág. 13) pero como el libro es excelente, lo citamos igual. Él mismo aclara que “El tema que quiero investigar es si el darwinismo está basado en una valoración limpia de los datos científicos”. Podemos disculparle la pág. 13.
* En torno al origen de la vida, Raúl Leguizamón, http://statveritas.com.ar/Varios/En_torno_al_origen_de_la_vida%28Raul_O_Leguizamon%29.pdf
* La pseudociencia del evolucionismo, conferencia dictada por el Padre Carlos Baliña,
http://www.youtube.com/watch?v=AYmYM4iGct4 (en seis partes)
* El engaño del evolucionismo
http://www.arabespanol.org/coran/milagros.htm (sitio islámico. Lo relativo a nuestro tema se halla recién en el cap. IV).
[2] www.unav.es/cryf/sth07rmartinez.pdf No estamos de acuerdo con Martínez pero utilizamos los datos que él trae a colación, interpretándolos diversamente.
[3] Definida tal verdad como “vinculante”, su negación comporta herejía formal y, por consiguiente, expulsión del Cuerpo Místico de Cristo: la Iglesia.
[4] Valga la aclaración de que la Iglesia acusó a Galileo en alguna de sus instancias de autoridad pero no en la máxima. Cfr. El caso Galileo, por el Dr. Raúl Leguizamón en http://elblogdecabildo.blogspot.com.ar/2008/07/cientficas.html
[5] Como sí hizo, por ejemplo, con el Comunismo y el Liberalismo.
[6] Suma Contra Gentiles, libro II, cap. III.

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