miércoles, 3 de octubre de 2018

EL FRAUDE DEL DETERMINISMO CULTURAL
(Y el retorno a la barbarie)


Por Cristián Rodrigo Iturralde 

       Si existe una piedra angular o falacia predilecta en la estructura que sostiene el pensamiento posmoderno, o  más específicamente del feminismo vanguardista, es sin dudas la del determinismo cultural. Esta teoría, que carece de toda plausibilidad científica y que ha dominado las ciencias sociales por tiempo de una centuria, sostiene básicamente que todo comportamiento humano, incluidas sus inclinaciones naturales, son necesariamente producto estricto de la cultura recibida. Al mismo tiempo, sus postulados niegan la existencia de principios éticos universales y de verdades inconcusas, desestimando completamente -o minimizando- la vital importancia de la evidencia empírica y de las leyes genéticas. En suma, según la tesis de marras, todo individuo es capaz de crear su propia realidad, pues todo valor o verdad sería subjetivo –aún la más evidente-, consecuencia de la mentada herencia cultural. 
           Amparados por esta falaz doctrina, ha irrumpido en escena un desfile de individuos que afirman ser de un sexo o raza distinta a la que realmente pertenecen y que incluso claman ser extraterrestres, animales o plantas. Como suele acontecer, cuando se deja a un absurdo caminar a sus anchas -o meter la cola- sin llamar a la cordura, aparece pronto uno mayor que dejará al anterior reducido a la nada. Pero en rigor, hasta aquí, esto no debería sorprender en demasía, pues dementes han existido siempre y de los más variopintos calibres y colores. Lo serio y grave del asunto es otra cosa.

         Lo novedoso y preocupante es que actualmente tales desequilibrios son promovidos por el mismo Estado, quién a su vez se encarga de penalizar a todo aquel que no se refiera a estos sujetos de acuerdo a su autopercepción o que de alguna forma vulnere los derechos propios de su ¨nueva¨ condición. De modo que, por ejemplo –como sucede en algunos países-, si un padre de familia opusiera reparos a que un sexagenario que se auto percibe infante sea admitido en el jardín de infantes al que concurre su hijo y/o a que utilizase el mismo baño, puede ser denunciado y castigado por atentar contra la ¨diversidad¨ y la ¨no discriminación¨ , conforme a leyes ad hoc convenientemente establecidas para imponer este nuevo Kulturkampf. De modo que actualmente el loquero y la cárcel  están destinadas al juicioso.
          Por si hiciera falta aclararlo, el determinismo cultural -por más difundido que se encuentre- no sólo no es ciencia –como tampoco lo es el evolucionismo- sino que a la hora de demostrar sus teorías resulta ser un completo bluff. La genética y otras disciplinas científicas le han propinado golpes mortales, por más que se niegue a acusar recibo de ello. No hará falta ser un erudito para comprobarlo (aunque puede el lector consultar distintos estudios académicos al respecto). ¿Qué mejor que acudir a un sencillo ejemplo proporcionado por la naturaleza? Tanto en el mundo animal como en el vegetal, cada especie mantiene sus particularidades y cada sexo cumple un rol marcadamente distinto -que le es propio-. La naturaleza –si hemos de seguir rigurosamente sus leyes, como claman bienpensantes y bolches culturales urbe et orbi- es heterosexual y patriarcal, les guste o no, y cada cual, conforme a sus méritos o habilidades, edad y sexo, tiene un rol definido dentro del grupo. Ni el ternero es una vaca, ni la vaca un toro, ni el toro un elefante o viceversa. ¿Cómo creen acaso que le iría, por ejemplo, a la zebra que pretenda mezclarse en una manada de leones? 
        Desafiar a la naturaleza y adoptar el relativismo moral como doctrina trae aparejado gravísimas consecuencias de todo tipo; no solo para el sujeto sino para el bien común de la sociedad. Pese a quien le pese, lo cierto y verificable es que NINGUNA sociedad o cultura próspera en la historia ha estado exenta de jerarquías sociales, ni invirtió los roles masculinos y femeninos, ni aceptó la homosexualidad, ni aplicó con lenidad las leyes, ni promovió la inmigración de elementos no asimilables a su idiosincrasia, ni desatendió la importancia de la tradición y del patriotismo. Sabían bien, pues, que desafiar al Orden Natural y al Sentido Común no traería más que confusión, desorden y anarquía, que, tarde o temprano, terminarían por destruir su cultura (sea por implosión o por el ataque enemigo, que aprovecharía su estado vulnerable). 
           Pero aún así, este Occidente moderno, pareciera dispuesto a destruir todo aquello que lo hizo grande y ejemplar, y muy particularmente a su gestora: la Iglesia Católica. En este brave new world, panacea de la diversidad y del correctismo político, los hombres insisten en quedar embarazados y se hacen tratamientos de depilación definitiva; las mujeres se ligan las trompas, juegan al rugby y manejan camiones Scania; los cuerdos son confinados a zoológicos y los animales presentan tesis ¨académicas¨; los hijos de los cuerdos son destinados a las cárceles –pues según recientes estudios eugenésicos, la inteligencia sería hereditaria- y los hijos de puta liberados –pues serían víctimas de su entorno-. La Cámara baja pertenece a los parásitos del Estado y resentidos sociales, y la Alta a los garantistas y corruptos. En esta renovada sociedad occidental, los ministerios de salud son manejados por maltusianos (eutanasistas y abortistas); los de Defensa y Seguridad, por terroristas; los de Educación y Familia, por el lobby LGBT. Ya no rigen más las constituciones nacionales; son los tratados internacionales -impuestos por organismos que se arrogan la representación mundial- quienes deciden la suerte de cada nación. 
      Una cultura que hace un culto del rechazo a Dios, al Orden Natural y a la Ciencia no será jamás civilizada sino barbárica y destinada indefectiblemente a la extinción.

















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