Reseña del libro: “1492. Fin
de la barbarie, comienzo de la civilización en América”. Buenos Aires, Editorial Buen Combate, 2014.
En el estudio de la Historia corresponde al historiador ocuparse de
los hechos y, específicamente, de los hechos relevantes. No cualquier hecho es
relevante sino solamente aquellos que por algún motivo hayan trascendido:
aquellos que signifiquen algo y tengan un papel determinante en el curso de los
acontecimientos. En el campo de éstos, están por ejemplo los datos “puros y duros”.
Prácticamente, no ofrecen controversia alguna: fechas, nombres, lugares, etc.
Son datos que –por lo general– no están sujetos a cuestionamiento sino que son,
más bien, las bases para futuras
reflexiones e investigaciones.
Pero además de
estos datos “puros”, todo historiador –en su tarea de investigación– se topa
corrientemente con fuentes que ya no acreditan el mismo tipo de datos al que nos
hemos referido. Cuando el historiador lee la primera carta de Cristóbal Colón a
los Reyes Católicos, fechada el 15 de febrero de 1493, y encuentra la palabra
“maravilla” –utilizada para designar las nuevas tierras que ha ido conociendo–
evidentemente se encuentra ante un juicio de valor. No ante un dato “puro y
duro”. Fácilmente, el historiador puede distinguir que la fecha de la carta y
esta expresión son dos cosas bien distintas. Así las cosas, el investigador de
la historia se topa además –y como un constitutivo esencial de su labor– con el
espíritu humano. Es decir, con una de
las expresiones más auténticas del hombre; expresión que supera ampliamente el
mero registro bibliográfico. Esta expresión no es otra que la valoración.
Los hechos registrados
por el historiador tienen por lo general una conexión entre sí porque fueron
generados por personajes que, en mayor o menor medida, han actuado con un fin y
bajo un propósito. Sin embargo, el historiador “está lejos” de esos hechos y le
resulta difícil interpretarlos, obtener su comprensión plena y poder expresar
el hilo conductor que enlaza los
acontecimientos por él investigados.
Magnífica tarea es,
sin duda, el descubrimiento de las conexiones y armonías internas de los
hombres en la Historia. Pero
por lo mismo que es una alegre y ardua labor, está expuesta a una conocida e
inevitable eventualidad humana: el error. El historiador puede fallar. Se
impone, por lo tanto, la distinción entre el hecho y su interpretación.
El historiador yerra
de dos maneras: 1) cuando no descubre la ligazón interna de los hechos,
quedando el acontecimiento allí puesto, sin
poder verse claramente por qué; 2)
cuando, por el contrario, asigna a una serie de hechos una explicación distinta de la verdadera. Esta
explicación “distinta de la real” puede ser más o menos aproximada: podría ser
una explicación falsa que deforme notoria
y completamente un hecho; o, de manera más sutil, puede equivocarse el
historiador tomando en cuenta algo real, sí, aunque asignándole un “peso” –es
decir, un influjo causal– que, de hecho, no tuvo.
En el estudio de
la historia, el destino de los acontecimientos es doble: o se comprenden a la
luz del intelecto del historiador; o se acumulan sin sentido en una catarata de
erudición que puede sorprender a muchos pero que, en el fondo, es rechazada por
la parte más sana de nuestra inteligencia. No es casual que la retención de estos
hechos sea mucho más problemática de este segundo modo: cualquiera de nosotros lo
ha comprobado en el colegio primario o secundario, teniendo que “aguantar” los
métodos puramente mecánicos de
enseñanza de la Historia. No
son pocas las personas que sienten repugnancia por la Historia y que encuentran
el origen de esa antipatía en una deficiente instrucción escolar. Sin embargo,
ésa es la sombra de la Historia. Un buen método pedagógico promueve, por el contrario, la plena
comprensión los acontecimientos. No los vuelve impenetrables sino diáfanos.
Esto es lo que ha
hecho nuestro autor: los hechos se tornan fácilmente comprensibles. Se enseña
Historia y no un esquema; se aprecia vida y entusiasmo en este libro. Primer
mérito de este libro.
El segundo mérito es
prestar un servicio a la fe católica y, por consiguiente, a la Iglesia. Para
entenderlo, téngase en cuenta que, como explica San Agustín, es la Iglesia Católica la que
garantiza las verdades de la
Biblia : “No creería en la Biblia si no fuera por la
autoridad de la Iglesia Católica ”.
Es esa misma autoridad la que además garantiza todo un cuerpo de verdades
en torno a la religión, la sociedad, el origen del hombre, familia, la vida, la
sexualidad, la política, el arte, la economía, etc. Por lo tanto, constituye
“un atajo” para los adversarios de la fe –como acertadamente lo ha señalado el
Padre Javier Olivera– abandonar el cuestionamiento sobre las distintas verdades
que la Iglesia
enseña. Hoy en día, por tanto, la incredulidad ya no concentra sus cañones en
tal o cual verdad sino que apunta a la
raíz de la religión. Por eso, prefiere cuestionar no un dogma o verdad en
concreto sino más bien la misma
legitimidad de la Iglesia Católica ,
sus actos y su historia. Al igual que un edificio se desploma cuando
tiramos abajo sus cimientos, puesta en cuestión la autoridad de la
Iglesia ¿qué principio, verdad o exigencia sobrenatural
quedará en pie?
Uno de los puntos
neurálgicos donde los adversarios de la Iglesia y de la fe han golpeado con enorme
intensidad no es otro que la obra civilizadora
y evangelizadora del Nuevo Continente: América.
Por lo tanto, es
mérito del autor “limpiar el nombre” de la Iglesia y de la fe en nombre de la cual se llevó
a cabo la gesta americana. Podemos decir que esta limpieza constituye –nada
más y nada menos– un preámbulo de la fe:
un cuerpo de verdades de orden natural que –a la luz de la conciencia– nos
llevan a los umbrales de la fe católica. Conocimientos que allanan el camino a
la gracia santificante. Cuando Santo Tomás de Aquino afirma que “La gracia
supone la naturaleza” se refiere exactamente a ésto. Gran mérito, por tanto, el
de la obra y su autor.
Si la denigración
contra la tarea conjunta en América de España y la Iglesia constituye
objetivamente un obstáculo a la fe, se puede extraer –pero en sentido inverso– una
conclusión mucho más alegre: “1492. Fin
de la barbarie, comienzo de la civilización en América” facilita el acceso
a las verdades sobrenaturales, en tanto expone la verdad y replica los errores
sobre la obra de la Iglesia
en América, posibilitando que veamos el rostro del Cuerpo Místico de Cristo tal
como es.
El último mérito que
mencionamos respecto a estas páginas es volver accesible un conjunto de verdades;
facilitar el conocimiento de bibliografía que –proviniendo de investigadores no
creyentes– constituye un argumento de peso más que considerable.
Ilustremos con
algunos ejemplos. ¿Qué decir respecto del argumento de que “El único móvil de España en América fue la
sed del oro”? Así contrasta el autor este argumento:
“España no encuentra oro sino recién más de
medio siglo después de haber puesto pie en América. Si la intención de España
hubiera sido meramente comercial, hubiera agotado sus energías y recursos en la construcción de puertos y
asentamientos costeros –como hicieron sajones y portugueses–, sin penetrar
en el corazón del continente,
atravesando indómitas selvas, llevando misioneros y labradores,
fundando escuelas, hospitales y universidades; tanto para indígenas como para españoles”.
Cincuenta años.
Medio siglo después de 1492.
La generación de los Reyes
que descubrió América no fue la misma
generación que gobernaba España cuando el primer yacimiento de oro fue
descubierto. Por lo tanto, unos fueron los que descubrieron América y otros fueron los que se enteraron de la noticia de la existencia del oro.
Mientras tanto… la codicia de España los movió a enviar expediciones a este continente sin
ningún tipo de ganancia en materia de oro. Una codicia muy extraña y fácilmente
confundible con el altruismo. Descubierto el oro, esta codicia hizo posible las escuelas en América, los hospitales
en América, las universidades en América. A
la codicia debemos que los españoles hayan ingresado al “corazón del
continente”, habiendo atravesado “indómitas selvas”. Los viajes de “misioneros
y labradores” fueron por obra y gracia de la codicia. Y otro tanto puede
decirse de las posibilidades que había en las universidades para los españoles tanto como para los indígenas.
Dice nuestro autor que:
“es por esta
estrechez mental, esta insuficiencia crítica y cognitiva, que (quienes hacen
circular esta visión negativa de España en América) no han podido explicar un proceso que continuó por más de 300 años,
donde se fundaron cientos de casas de estudios, de oficios, de hospitales, edificios,
templos, construyendo ciudades en las regiones más recónditas, inhóspitas y
peligrosas del continente donde no había mas
riqueza o recursos naturales que unos cuantos yuyos”.
La culturización
de España en América fue –en el sentido propio del término– un proceso. No fue un momento particular y
nada más. Fue una inmensa obra de caridad: la calificación de la misma como un
“saqueo” no resiste el menor análisis.
Por supuesto,
aquellos historiadores que toman como punto de partida –no de llegada– la hipótesis de trabajo de que
“España saqueó América” no tienen otra alternativa que interpretar cada hecho
bajo ese halo deformante. Y así tenemos, como también dice el autor, lo
siguiente: “Ingenuamente,
algunos historiadores creen tener la prueba de la ‘sed de oro’ española en los
cargamentos que de este metal partían a la Península …”. Pero:
“no
dicen que a cambio ingresaban al continente un sinfín de mercancías y productos
utilísimos para la mejora sustancial en la calidad de vida de sus habitantes”.
Es decir que no todo el oro proveniente de América salió
por el mismo motivo ni por los
mismos fines. Más importante
aún: ni por las mismas personas. Naturalmente, una parte
del oro que salió de este continente salió por los motivos más sencillos que
puedan imaginarse: como forma de pago.
Aún así, la
explotación minera –que abarcaba más metales que el oro, ciertamente– “fue
considerada por la Corona
como de utilidad pública”. Utilidad pública
significó, ni más ni menos, que los réditos de esta explotación volvían a América en inversiones
institucionales, administrativas o asistenciales. Por eso –termina citando
nuestro autor– es realmente impactante la expresión de Bravo Duarte:
“todo
el país (refiriéndose al
americano) fue beneficiado
por la minería”.
Estamos, como se
ve, muy lejos de las leyendas negras. Y muy cerca del nervio de la historia,
del lugar donde ella habita, vive y palpita. Esta reseña no es más que una
pincelada del libro. El lector encontrará en él estos y muchos más argumentos, fortaleciendo
su comprensión del tema y con el deber ineludible de dar a conocer a los demás
lo contemplado.
Juan Carlos Monedero (h)
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