LA CRISIS OCCIDENTAL ANUNCIADA
Por Cristian Rodrigo Iturralde
¨Una civilización no es conquistada desde fuera hasta que no se ha
destruido a sí misma desde dentro¨
Will Durant
Spengler y Toynbee frente a la Modernidad
En 1918 se publicaba la primera entrega de ¨La decadencia de Occidente¨ de Oswald Spengler, libro epigonal tanto de la filosofía política como de la filosofía de la historia, donde se planteaba por primera vez la tesis de que la civilización occidental había ingresado en una fase de inexorable declive y que se encontraba pronta a su desaparición. Seguido a un minucioso análisis de las culturas históricas más preponderantes y su derrotero, sostiene el autor que éstas, cual seres vivos y orgánicos, pasan indefectiblemente por un ciclo vital compuesto de cuatro etapas, a saber: Juventud, Crecimiento, Florecimiento y Decadencia. Según el esquema o método spengleriano (que denominó ¨morfología comparativa de las culturas¨), cada uno de estos estadios era reconocible por una serie de rasgos distintivos que se manifestaban en todas las culturas por igual, de modo que era posible vaticinar cuando éstas se encontraban en su fase final.
Es decir, rompe Spengler con la concepción lineal de la historia sostenida por el positivismo, pero sobre todo con su dogma del ¨progreso indefinido¨, esto es, con la creencia de que a medida que se avanza en el tiempo, las personas y las sociedades progresan indefectiblemente hacia algo mejor. El alemán, en cambio, advierte que la historia es en realidad cíclica y que el declive de una cultura parte del momento en que ésta comienza a ignorar o rechazar indistintamente lo pretérito (que tiene como caduco u obsoleto), y con esto su propia historia y valores nodales.
Advirtiendo la vital importancia de los valores, estructura y vitalidad cristiana en la historia occidental, portadora y trasmisora de lo mejor del legado grecorromano, sostiene que el periodo de florecimiento de una cultura coincide con la centralidad de los ideales ético religiosos. Lo cual, en lógica inversa a su esquema morfológico, le hace concluir que el envejecimiento o decadencia de una cultura van de la mano de la desacralización.
La evidencia empírica sustentaba tal tesis, donde tal vez el caso mas notorio sea la etapa imperial de los romanos, donde las causas de su decadencia y caída no deben buscarse en motivos exógenos, en lo meramente fenomenológico (como las invasiones germánicas) sino en el estado de corrupción moral, espiritual y cultural en que se encontraba sumido, que ni siquiera la conversión de Constantino pudo revertir. Era aquella una Roma que había perdido el sentido de lo trascendente y de lo perenne, olvidando sus orígenes y misión histórica y, por tanto, su identidad, lo cual narran y describen con meridiana claridad el poeta Horacio y el santo Agustín de Hipona. La ciencia de la filosofía de la historia confirma a ésta, la desacralización, como el causal primordial en las caídas de las civilizaciones más relevantes. Dicho de modo sencillo y con una analogía, la enseñanza de la experiencia histórica es la siguiente: así como el ser humano precisa en su organismo de los anticuerpos para rechazar y/o combatir las enfermedades, lo no deseable, lo mismo sucede en una cultura (entendida como estructura orgánica). Una cultura que ha perdido su identidad y esencia, su ser y acontecer histórico, terminará indefectiblemente por desaparecer, implosionar o ser presa fácil de la barbarie (de hecho, son las tribus bárbaras las que invaden y conquistan Roma). Por eso dice bien el filósofo Will Durant que ¨una civilización no es conquistada desde fuera hasta que no se ha destruido a si misma desde dentro¨.
Ahora bien, ¿qué había observado el conservador alemán para anunciar entonces la decadencia de Occidente? Vaticina primero que los ideales centenarios de la civilización europea no sobrevivirían inalterados tras la Primera Guerra Mundial, vencido ya el ultimo bastión de la civilización occidental que era el imperio austrohúngaro. Detecta una clara desmoralización, incapacidad y hasta defección de las elites europeas en su misión histórica (lo que llevará al escritor ruso Máximo Gorki a decir en 1917 que Europa se había suicidado). Paralelamente, ve con preocupación el auge de las masas o, mejor dicho, al hombre masificado, a aquel ¨hombre masa¨ del que luego hablará Ortega y Gasset; un hombre fácilmente manipulable, acrítico, sin raíces ni filiación, amante de las novedades y solo ocupado en el progreso material. ¨Unas masas¨, escribe, ¨que odian las buenas maneras, cualquier distinción de rango, el orden que proporciona la propiedad, la disciplina del conocimiento¨; una Europa que, al decir de Gasset, caería inevitablemente en la ¨inercia moral, la esterelidad intelectual y en la barbarie omnímoda¨.
Otrora enraizada en lo trascendente, lo espiritual, lo no humano y en lo mejor de los ideales clásicos de los antiguos, había alcanzado aquel ¨símbolo máximo¨ que representaba lo arquetípico y el leitmotiv occidental; aquella ansia por lo infinito -manifestada en sus gloriosas catedrales góticas-, aquel afán conquistador y civilizador de quien se sabía superior, aquel esfuerzo total aun por las cosas a priori inalcanzables pero deseables, que veía el triunfo en el andar constante por un camino recto, independientemente del desenlace final o de la utilidad práctica. En pocas palabras, esta otrora gloriosa civilización occidental ha perdido el sentido de finalidad metafísica, sujeto ahora a los dictámenes de la ¨razón instrumental¨ comteana, donde la ética es reemplazada por lo utilitario. Esta nueva Europa había abrazado ahora la inmanencia, lo tangible, lo meramente utilitario, cultivando la debilidad y la autonegación, y abrazaba una plutocracia regida por burócratas y tecnócratas, creando aquella sociedad de ¨estómagos llenos y almas vacías¨ de la que hablaba Aldous Huxley en 1923, que no tiene la capacidad ni el deseo por pensar o reflexionar sobre las cuestiones verdaderamente urgentes y trascendentes.
Se ha sucumbido sin resistencia ante un igualitarismo enajenante -dominado por la numerolatría o ¨cuantofrenia¨, al decir de Pitirim Sorokin-, al nomadismo, la tecnolatría y la masificación o standardización, adoptando el pacifismo anticastrense, el hedonismo dionisiaco y el relativismo. Esa Europa referente y civilizadora ya no existe porque ha perdido sus raíces, puesto que como apunta don Faustino Menéndez: “el pueblo que no conoce su pasado, que ignora las vías por donde llegó a estar donde está y a ser lo que es, queda a merced del que quiera mostrarle una historia falsificada con fines sectarios. La instalación en la historia es la más sólida base del hombre, porque condiciona todas las estructuras que le sitúan en la sociedad. Cuando la pierde, queda sin raíces, privado de elementos de juicio y de elección”.
El mentado desarraigo constituye para Spengler el signo más evidente de la afirmación de la Modernidad en el mundo occidental; modernidad ésta a la que el reputado filosofo germano-norteamericano Eric Voegelin llama ¨la perversión del inmanentismo¨, que lo que busca en última instancia, mas allá de cualquier eufemismo o declamada pretensión altruista, es la cancelación de la era cristiana para entrar en la era posteristiana (¨The new science of Politics¨).
El gran historiador de las ideas Arnold Toynbee compartió entonces, al menos en alguna medida, tal diagnostico situacional, aunque, menos fatalista que Spengler, lo que vaticinaba no era la desintegración total de nuestra civilización sino mas bien un declive, una decadencia que podría ser reversible, puesto que toda cultura superior (estudió mas de 24 civilizaciones) debió afrontar en algún momento de su historia situaciones similares que supo sortear, y es justamente esa capacidad de reacción, superación, reinvención, (que denomina «challenge-and-response»; reto y respuesta) lo que distingue a una cultura vital de una moribunda. Es decir, son los repetidos retos y respuestas los que constituyen los ascensos y descensos en la vida de las sociedades (leer su ¨la civilización puesta a prueba¨), y ofrece aquí el caso de la Iglesia católica cuando resolvió el caos de la Europa post-romana mediante la adscripción de los nuevos reinos germánicos en una sola comunidad religiosa. Pero solo puede responder con éxito al desafío aquella cultura que cuente con minorías esclarecidas, que el autor llama ¨creativas¨, que deben ser capaces de imponer su concepción sobre la mayoría pasiva e infecunda; que éstas acepten e imiten su pensamiento y su acción (el inglés llama a este proceso ¨mimesis¨). Si esto no sucede, la cultura muere, siendo absorbida por un ente universal.
La mentada decadencia, según este filósofo, se manifiesta a través del estancamiento cultural. Indudablemente, para una civilización milenaria como la occidental que ha venido progresando cualitativamente y sin pausa desde los griegos, un ¨estancamiento¨ ha de interpretarse como ¨decadencia¨, pues ha dejado de dar aquello que antes le era connatural. El declive esta civilización se da luego de una fase que denomina ¨de los Estados Parroquiales¨, donde se produce una lucha fraticida entre las distintas naciones que forman esa civilización (como las Guerras del Peloponeso en la Grecia Clásica), y en el caso de Occidente, con la Primera y la Segunda Guerra Mundial. El fin de este periodo de luchas entre estados termina con la formación de un llamado ¨Estado Universal¨ que inaugura un periodo de paz y estabilidad, pero que inequívocamente, para Toynbee, anuncia el comienzo del fin de esa civilización. El tiempo dio la razón al filósofo inglés, lo cual queda claro con la trascendencia que han adquirido organismos internacionales como la ONU o las formaciones de bloques continentales (como la Unión Europea), avasallando no solo la soberanía y derecho de autodeterminación de las naciones sino bregando por la instauración de un orden totalmente contrario a su propia tradición occidental. Por eso acierta Toynbee al afirmar que las sociedades, las civilizaciones, casi siempre mueren por suicidio.
Lo que en aquel entonces ningún filósofo de la historia pudo preveer era que esta implosión, esta automutilación, comenzaría con el proceso de homogenización contracultural universal orquestada por un marxismo reconfigurado con fines de dominación mundial. Resulta asimismo singularmente interesante su advertencia sobre que a efectos de conservar y/o recuperar la doliente civilización, debe evitarse una nueva fase ¨metafisica¨ o lo que llama ¨Iglesia Universal¨, puesto que ésta traerá aparejado inevitablemente unas creencias que colisionarán con la fundacional de aquella, terminando por destruirla (hoy tenemos al new age, al naturalismo y al derechohumanismo sustituyendo al cristianismo). Al perderse la unidad de la civilización por lo que llama ¨cismas de la sociedad y del alma¨, esta queda permeable a la influencia de la barbarie, ocasionando ahora sí su desintegración total.
Lo que nos interesa advertir de estos y otros filósofos de comienzos del siglo XX, es que señalaban, primero, la existencia de una crisis occidental cuasi terminal, y luego que el carácter de ésta era eminentemente cultural. Lo que no podían identificar con precisión en ese entonces, empero, es quién iba a materializar, aprovechar aquella coyuntura, porque si bien el marxismo era una realidad y un claro peligro y enemigo de Occidente, sus implicaciones eran más bien políticas y/o geopolíticas. La izquierda cultural se encontraba aun en pleno desarrollo en los laboratorios sociales de Frankfurt, logrando cierta visibilidad en los años 40 y 50, y explotando definitivamente a fines de la década siguiente.
La Escuela de Frankfurt se funda pocos años después de la publicación del primer libro de Spengler, y casi simultáneamente al segundo, que completa la obra. Y así, con el Instituto de Investigación Social, los intelectuales servirán hasta el día de hoy como agentes de la dictadura universal del ¨Pensamiento Único¨.